Respira.

Algo que me llama la atención en las grandes ciudades es la prisa.

Recuerdo que cuando me mudé al Algarve me sorprendía que ahí la gente no corre.

Los comercios abren tarde por la mañana, cierran mucho tiempo al mediodía y vuelven a cerrar pronto por la tarde.

Y la gente no va corriendo, andan.

 

Me imagino que ya me he acostumbrado a ese ritmo porque cuando voy a la ciudad y quedo con amigos, andando por la calle todos corren y se me adelantan.

El otro día estuvimos en Madrid y todo el mundo iba a toda velocidad, y aquí en Dubái más de lo mismo.

Pero esa prisa no es normal ni sana.

Hemos aprendido a convivir con una presión silenciosa.

No la ves, pero la sientes.

Te levantas con la sensación de que vas tarde.

Tarde para no perderte nada.

Tarde para llegar a todo.

Tarde para terminar lo que ya deberías tener.

Tarde para cumplir esos sueños que todo el tiempo se aplazan.

Y sin darte cuenta, esa presión te empuja a correr.

A correr sin rumbo, a tomar decisiones precipitadas, a elegir el mal menor en lugar de lo que te acerca a la vida que quieres.

Porque cuando estás bajo presión, tu mente deja de ver con claridad y solo quiere salir del malestar cuanto antes.

Y ahí es donde más te equivocas.

Me sigue sorprendiendo que tantas personas tomen tan malas decisiones todo el tiempo, pero también veo que esas malas decisiones son directamente proporcionales a la presión que se imponen.

La mayoría de las malas decisiones no nacen de una falta de inteligencia, sino del exceso de presión.

Cuando bajé el ritmo, descubrí que la claridad aparece cuando dejas de correr.

Si fueras mi cliente, te diría:

“Afloja la presión, y verás cómo la vida vuelve a respirar contigo.”

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