A veces, nuestros pensamientos nos llevan por caminos extraños.

De repente, nos encontramos navegando por situaciones improbables que nos enfrentan a nuestros propios miedos.

En esos momentos, sufrimos. Solo para, un instante después, darnos cuenta de lo absurdo de esos pensamientos y volver al presente.

Pero, ¿y si esas imágenes no fueran simples divagaciones? ¿Y si fueran algo más profundo?

Nuestra mente crea líneas temporales imaginarias para exponernos a situaciones que quizá jamás ocurran. Y lo hace para aumentar nuestra complejidad cognitiva, nuestra capacidad de afrontar un mundo real en el que experimentar esas mismas situaciones podría resultar muy complicado o peligroso.

Nuestra mente necesita comprender lo que ha sucedido para predecir lo que sucederá y así poder controlarlo, siempre con el objetivo de maximizar nuestra supervivencia.

Esa habilidad de imaginar, proyectar, exponernos, capacitarnos… Y luego enfrentar el mundo desde ese nuevo nivel de complejidad adquirido, es el motivo por el que la humanidad no se ha extinguido.

Pero cuando en nuestra vida no hay retos, cuando no hay desafíos, cuando soportar la monotonía se convierte en el principal esfuerzo, esa capacidad innata se descontrola. Empieza a proyectar situaciones que no suponen ningún desafío real y nos lleva a sufrir innecesariamente.

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