La vida es cíclica.

La vida es cíclica.

Cuando los cristianos se hicieron con el poder, prohibieron los cultos no cristianos. Cerraron todos los santuarios y templos dedicados a otros dioses, acabaron con rituales tradicionales. Los sacerdotes paganos fueron perseguidos y asesinados.

Y la Biblioteca de Alejandría, el Serapeo, fue destruido bajo las órdenes del obispo Teófilo.

Había que quemar lo que no habían destruido ya Julio César o Aureliano.

Había una nueva fe. Una nueva religión. Un nuevo Dios.

Y para eso, hacía falta un nuevo libro: el Nuevo Testamento.

Entre el 363 y el 393 d.C. se celebraron varios concilios. Laodicea. Hipona. Cartago. Allí se decidió qué libros entrarían en la historia. Cuáles serían llamados sagrados. Cuáles había que esconder. Se eligieron los textos que sostendrían la nueva verdad oficial que fundaría una nueva era.

Y funcionó de maravilla. Funcionó tan bien porque lo que hacían no era nuevo, estaban copiando lo que ya había hecho el Judaísmo.

El Judaísmo rabínico había hecho exactamente eso siglos antes con el Antiguo Testamento. Ellos eligieron sus libros (Biblos) aunque no lo llaman Antiguo Testamento, lo llaman Tanaj. Ahí está el Génesis, el comienzo del mundo, los orígenes del pueblo de Israel, Abraham, Moisés, la relación con el único Dios, el pacto, el Diluvio. Fue la primera religión monoteísta bien estructurada.

También decidieron desde cuándo empezaba su historia: el año 1 del calendario hebreo es el 3761 a.C. Según su calendario, estamos en el año 5785.

El cristianismo y el islam copiaron la jugada.

Y es por eso que cuando uno abre la Biblia, se encuentra con una historia que ya estaba escrita mucho antes.

El Diluvio aparece en el Génesis, pero también en la Epopeya de Gilgamesh, en el texto acadio Atra-hasis, en el Enuma Elish, e incluso en los mitos egipcios donde la humanidad también es castigada. Utnapishtim, Atra-hasis, Ziusudra… versiones distintas de Noé. El arca, la advertencia divina, la destrucción por el agua, la salvación de los elegidos, un nuevo comienzo. El mismo patrón. El mismo guion.

Los personajes se repiten. A lo largo del tiempo, cambian los nombres, los templos, los idiomas, pero los mismos arquetipos siguen apareciendo.

Enlil, el dios airado que ordena el diluvio por el ruido de los humanos, es un reflejo del Dios del Antiguo Testamento, que elimina a la humanidad por su corrupción. Enki, el protector, el que avisa en secreto, el que salva, tiene algo del Yahvé compasivo que promete no volver a destruir el mundo. Un mismo dios unifica en sí mismo dos rostros, el terror de la destrucción y el amor de la salvación.

Utnapishtim, en la Epopeya de Gilgamesh, es el hombre que sobrevive al diluvio. En el mito acadio es Atra-hasis. En el Avesta es Yima, avisado por Ahura Mazda. Y luego reaparece como Noé, en el Génesis.

Nintu, Belet-Ili, Aruru. Todas son caras del mismo rostro: la diosa madre. En Sumeria, es quien crea a la humanidad. En la Epopeya de Gilgamesh, da forma a Enkidu con arcilla. En Egipto, su versión se llama Isis, madre protectora. Y en el cristianismo, se transfigura en la Virgen María, la madre de Dios. Que se queda encinta sin intervención del hombre, igual que las diosas anteriores que creaban a su hijo de arcilla.

Y el hijo divino, Horus, nacido de madre sagrada, sin padre humano, que hereda el trono celestial y la promesa del mundo nuevo, renace como Jesús.

Las formas cambian, pero el contenido permanece.

El ciclo se repite una y otra vez.

Nada es verdaderamente nuevo, todo es heredado. Todo se reescribe siguiendo el mismo patrón.

La vida es cíclica.

Y por eso, el mejor modo de controlar el futuro, es haciendo que la gente olvide el pasado.

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